El paisaje como síntesis de la actividad humana

Manuel J. Ruiz

Habitualmente, cuando de forma coloquial nos referimos a “espacios naturales”, “ecosistemas naturales”, o cualquier otro término sinónimo, pretendemos denominar a un ámbito de la Naturaleza en el cual no se aprecia la huella del hombre. Identificamos “natural” como aquello que goza de la ausencia de aportación humana. Y al conjunto resultante le denominamos subjetivamente como paisaje “natural”, “silvestre”, “salvaje”.

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Mosaico de frutales, olivares y encinar húmedo. Torres, Jaén

Esta correlación no es totalmente cierta. Identificar lo natural con lo ajeno al desarrollo social del ser humano es falso en casi todos los biomas (grandes sistemas naturales: desiertos, selvas, estepas, etc.) del planeta. Es difícil encontrar ecosistemas “naturales” que no hayan contado con algún tipo de interrelación con las sociedades humanas (en cualquiera de sus tipos y desarrollos).

Siendo, como es, una falacia la ausencia de intervención del hombre (desde que éste existe) en los sistemas naturales, no lo es menos el considerar que toda intervención humana es negativa. Primero porque existen muchas actuaciones que podemos considerar “positivas”, y segundo, porque el carácter positivo o negativo de una actuación se encuentra, en muchas ocasiones, en la esfera de las categorías morales, y por tanto, subjetivas. Conviene, no obstante, no perder de vista que nuestro actual conjunto de interacciones con el resto de elementos integrantes de los distintos ecosistemas, es inviable desde el punto de vista ecológico.

Podemos decir, sin caer en la exageración, que todos los sistemas son “naturales” o “humanizados”, según se mire. Lo único que existiría es un gradiente de distanciamiento de un nivel óptimo de desarrollo del sistema. Esta afirmación no es una mera conjetura, sino que se encuentra en los planteamientos de partida del conocimiento de los ecosistemas y de las perspectivas actuales de la Biología de Conservación. Son muy raros los ecosistemas “salvajes”, si con ello denominamos a los que carecen completamente de influencia humana, y no nos referimos a la influencia actual debida a los grandes cambios globales (efecto invernadero, cambio climático, contaminación) sino a la actuación directa de grupos humanos, desde las sociedades primitivas encuadradas dentro de grupos tribales hasta la moderna y paradójica sociedad Occidental.

Salvo determinadas regiones de las pluviselvas y desiertos, alguna isla y regiones árticas y antárticas, el resto de los biomas terrestres son el resultado de la interacción de todas las especies vegetales y animales y el hombre.

¿Donde tiene su origen el desencuentro entre lo que coloquialmente aceptamos como un espacio natural y un espacio humanizado? ¿Por qué seguimos insistiendo en la idea de conservar una Naturaleza ajena al hombre como el objetivo máximo de las políticas medioambientales?

Posiblemente ese divorcio entre naturaleza salvaje y entorno humano como un binomio inmiscible se deba al propio desarrollo de la Ecología como ciencia y su influencia en la sociedad.

El objeto de estudio de la Ecología son los sistemas ecológicos o ecosistemas, que se definen como unidades homogéneas, en equilibrio ecológico y que se componen de una parte biótica (biocenosis o conjunto de seres vivos que habitan en él) y una parte abiótica (biotopo, o conjunto de factores químicos y físicos del entorno). Los ecosistemas fueron definidos como tales por Tansley en 1935, aceptados por la comunidad científica y con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, estudiados fundamentalmente bajo el criterio de la “escuela” americana, que primó las investigaciones sobre el efecto en los ecosistemas de los grandes episodios de riesgo de los años 50 y 60: el impacto de la radiactividad y de los contaminantes tóxicos como los plaguicidas y efluentes industriales. Por tanto, en la década de los 70, el estudio y concepción de los ecosistemas era sinónimo de conocimiento del equilibrio ecológico al que tienden todos y del flujo de energía y nutrientes y de las relaciones naturales sin el concurso pernicioso del hombre (como agente perturbador del equilibrio ecológico).

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Mosaico de olivar y encinas y quejigos. Los Villares, Jaén

Sin embargo, para poder dar respuesta a los problemas que la organización del espacio por parte de la sociedad, están
produciendo en el resto de la comunidad vegetal y animal, hacía falta recurrir a unidades superiores de organización, que englobasen a los ecosistemas, a las unidades geográficas y a la propia actividad humana. En este sentido, en la década de los 80 se rescató un concepto olvidado: el de la ecología del paisaje (Landscape ecology), recogido por el geógrafo alemán Troll en 1939 (cuatro años después de que Tansley definiese al ecosistema).

A partir de entonces, comienza a desarrollarse este nuevo concepto de organización ecológica, en el que el paisaje se considera como el objeto de estudio y valoración por ser la síntesis de la heterogeneidad ambiental y la confluencia de interacciones de las unidades ecológicas y el hombre.

Y este es el novedoso tramo que todavía no ha calado en las concepciones ecológicas de la sociedad, predominando todavía los conceptos de ecosistemas naturales, idílicos (de alguna madera, la literatura de divulgación científica ha creado la imagen inconsciente del estado clímax de máximo equilibrio ecológico como sinónimo de Edén, o “naturaleza previa al hombre”) como máxima aspiración de la conservación de la Naturaleza.

La ecología del paisaje tiene en cuenta tres factores fundamentales: al espacio propiamente dicho, al hombre y la existencia de heterogeneidad espacial y temporal.

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Cereal y dehesa de encinas. Reolid, Albacete

El estudio de este nuevo nivel dentro de la ecología se está abordando desde un planteamiento multidisciplinar. Ya no solamente importa el estudio ecológico en sentido estricto (con todas sus aproximaciones desde la zoología, botánica y demás ramas de la biología y ciencias ambientales), sino también las aportaciones del geógrafo para comprender la organización espacial, del historiador para conocer el devenir y características de la organización social que habita en ese espacio ecológico y geográfico, del ingeniero para conocer las características técnicas de aprovechamiento de los recursos y del antropólogo, que responde por qué una
sociedad concreta usa el espacio y los recursos materiales y energéticos de una forma determinada.

Así, desde el conocimiento que está aportando la ecología del paisaje, se sabe que los ecosistemas de un área
geográfica de gran historia, como Europa, Oriente Medio o el Norte de África, son el resultado de los propios procesos sociales en interacción con el medio ambiente (interacción estable, dando lugar a paisajes de gran diversidad y riqueza; o interacción inestable, dando lugar a paisajes degradados). Varios ejemplos: las extensas dehesas de encina y alcornoque de una parte de la Península Ibérica son el resultado de un concienzudo trabajo de manejo de las superficies forestales para facilitar un determinado tipo de ganadería y agricultura; los espesos pinares que son el orgullo de muchas de nuestras sierras son la consecuencia de la política de defensa, que en un momento determinado llevó a los administradores del territorio a potenciar los bosques de pino laricio para contar con madera para construir navíos; el bocage de la Bretaña francesa es el resultado de la alternancia de períodos más poblados con otros de mayor despoblación, desde época romana hasta nuestros días, dando lugar a un paisaje muy heterogéneo de landas, campos cultivados, pastizales y setos divisores.

Con la ecología del paisaje como herramienta, las últimas tendencias en las políticas medioambientales (que por ser innovadoras, tienen mucho de idealismo y todavía no han sido recortadas por la realidad económico-social) pretenden promover actividades sostenibles que tengan su reflejo en un paisaje maduro y estable, en lugar de lo que se ha potenciado hasta ahora, protección de espacios “cuasi-naturales” en mitad de extensos paisajes simplificados y
degradados.

Pero lo más importante de este auge de la ecología del paisaje es el retorno del hombre y todo su desarrollo social y cultural a la palestra de los sistemas naturales. El paisaje cobra una importancia multidimensional, que abarca desde lo cultural, lo histórico y lo social (manifestaciones netamente humanas) hasta lo geográfico y ecológico. Hay toda una dimensión antropológica del paisaje, y cuando esta interacción de la actividad humana con el resto del ecosistema deriva en técnicas eficientes y costumbres adaptadas al propio sistema ecológico y a los intereses sociales, surgen los paisajes culturales, exponentes de una forma cultural
determinada. La Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) ha creado una lista roja de estos paisajes culturales, desperdigados por todo el planeta que se encuentran amenazados por los modernos manejos intensivos del territorio.

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Cereal y encinar intercalado. La Alcaicería, Granada

Desde el punto de vista científico, la ecología del paisaje está desarrollando importantes herramientas de estudio, análisis y conocimiento de todas las relaciones espacio-temporales que acontecen en el seno del mismo, de tal manera que algo aparentemente subjetivo o intangible como es un paisaje determinado, puede investigarse y compararse.

Con todo, la ecología del paisaje debe considerarse un importante avance en el conocimiento de la Naturaleza. Si las biotecnologías clásicas (derivadas de la genética, la microbiología y la biología molecular) son un importante pilar para lograr una mayor eficiencia en el empleo de recursos y la solución de enfermedades, la ecología del paisaje puede proporcionar una tecnología en el ámbito de las ciencias del hombre, capaz de plantear formas de organización que permitan una nueva conciliación de la sociedad humana y el resto de sistemas naturales.

Bibliografía

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• González Bernáldez, F. (1981). Ecología y Paisaje. H. Blume ediciones, 255 pp.
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