Maestro Arenas Betancourt, un hermético de «pura cepa»

Jorge Suárez

Introducción

Este trabajo tiene como objetivo describir la vida de uno de los más grandes artistas de Colombia, quien con su escritura y escultura logró plasmar hitos de suma importancia para la historia patria, dejando un rico legado para las generaciones futuras. Poseedor de una mente inquieta, inspirado por la antigua Grecia, el Renacimiento y la cultura mexicana, logró inmortalizar en sus obras la historia de Latinoamérica. Su mirada profunda denota sus más altas aspiraciones de libertad y comprensión de lo humano, plasmadas en las obras que dejó en varias regiones del país.

Después de un contexto histórico general, empezaremos con una semblanza del artista, y, a partir de una de sus producciones artísticas, analizaremos la influencia que tuvo su obra, así como la búsqueda filosófica y hermética que trazó este personaje.

¿Quién era el maestro Rodrigo Arenas Betancourt?

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Nació el 23 de octubre en Uvital, en el departamento de Antioquia (Colombia) en 1919, y murió en 1995. Fue ayudante del escultor Bernardo Vieco y del muralista Pedro Nel Gómez, ambos, personajes artísticos influyentes de la época. Ejerció como profesor de dibujo y de escultura en Colombia y México. En este último país estudió pintura mural y desarrolló una notable y reconocida actividad artística.

Además de su trabajo como escultor, incluyó labores de fotografía y de pintura. Fue diplomático en Italia.

Entre 1947 y 1948 se instala en México y estudia en la Escuela Libre de Arte La Esmeralda. Viaja a los Estados Unidos en 1959 y luego a Europa (1966-1967). Desempeña diversos trabajos y, finalmente, se decide por la escultura. Es profesor de dibujo y escultura en la Universidad Obrera y fundador y profesor de la escuela de artesanías «La Ciudadela», ambas en México.

Se le considera uno de los más importantes representantes de la escultura simbólica colombiana moderna. Sus obras monumentales y de gran fuerza se hallan levantadas en lugares públicos tanto en este país como en México. Cultivó el estilo simbolista y el expresionismo simbólico, trabajando en materiales como madera, piedra, vidrio, bronce, cemento, terracota o fibra de vidrio, entre otros. Fue ganador de importantes galardones artísticos, como el Premio Nacional de Artes Plásticas de Colombia (1972). Es autor de dos libros de prosas autobiográficas titulados Crónicas de la errancia, del amor y de la muerte (1976) y Los pasos del condenado (1988)((http://pintoresyescultoresdecolombia11032012.blogspot.com.co/2012/08/rodrigo-arenas-betancurt.html))
Algunas cosas que podemos rescatar de su niñez y juventud son, por un lado, la gran sensibilidad y audaz observación de la naturaleza que rodeaba su existencia. Se perdía con facilidad arrobado en la riqueza de imágenes proyectadas por la magnificencia de las montañas que rodeaban el desarrollo de su vida. Y por el otro, una pobreza permanente que le dolía hasta los huesos y dejaba una huella impregnada en su corazón como una misión social irrenunciable que encontraremos en toda su obra. Esta lucha permanente entre el tiempo y espacio que abruma y desgarra por hambre e injusticia, y la captación de lo sublime en las formas, aparecerá reunida en toda su propuesta artística-simbólica.

En su texto autobiográfico Crónicas de la errancia, del amor y de la muerte (1976) escribió que «El milagro de contemplar la naturaleza era un inmenso consuelo, una compensación enorme. En esta frase tan sencilla de mi madre siento ahora que está contenida toda mi voluntad sicológica y todo mi mundo interior». Es el retrato de la combinación de paisajes llenos de vida y otros desoladores.

Otro pasaje importante de la vida del artista es su paso por el seminario; allí tuvo la posibilidad de reconocer que Dios no era lo que la Iglesia contaba, que más bien el seminario era una forma de adormecer al hombre con el miedo de una falacia efectiva, la idea de infierno. De allí le quedó la imagen del Cristo que repetiría de manera permanente en sus esculturas, unas reflejando el dolor propio del campesino injustamente tratado y otras como el conocedor profundo de la verdad absoluta, el despertador de almas, el que posee el conocimiento y lo divulga, el gran Prometeo. Al respecto, escribe el Ministerio de Cultura en 2012 en el texto
«Retratos de nuestras gentes»:

«A partir de entonces, la figura simbólica de Cristo jamás abandonaría a Arenas Betancourt. No simplemente por el temor inculcado por su abuela, sino porque él mismo ya había conocido, en su primera época, una imagen que parecía estar esculpida y rigurosamente copiada de la del Cristo sufriente, cruento y lacerado: la del campesino antioqueño. La vida del campesino, que luego comprendió como la vida del latinoamericano, pasa necesariamente por el sufrimiento, el abandono y la miseria: su desierto particular es la montaña. Para 1938, fecha de su llegada a Medellín, ya había una semilla sembrada dentro de él: la de la figura de Cristo como ejemplo de lo que luego, sin apenas saberlo, sería su Bolívar en Colombia y su Cuauhtémoc en México. Pero no hay que comprenderlo en código de moralismo religioso o de doctrina religiosa: Arenas Betancourt llevará la figura de Cristocomo símbolo de sus experiencias personales, siendo este su verdadero interés» (( «Retratos de nuestras gentes». Ministerio de Cultura de Colombia. Año 2012.))

Decía el maestro Arenas en su libro Los pasos del condenado: «No puedo precisar cuándo, en qué momento, todas aquellas visiones de la infancia se tornaron en visiones de orden estético. No sé cuándo la visión de Dios, que mi madre se obstinaba en presentarme, se convirtió en una visión artística, desconozco cuándo la visión de toda aquella terrible miseria y desamparo se me convirtió en una visión sublime. En qué momento esa visión cósmica de la noche estrellada, se
me fue al alma como visión profunda. Este es el misterio de infancia del artista»((Los pasos del condenado. Rodrigo Arenas Betancourt. Colombia, 1988. Arango Editores)). De nuevo, dando vida a su profundo conocimiento humanista, describía un despertar del alma que le diera su máxima expresión como artista.

Su experiencia más cruda en la montaña sería entre 1987 y 1988, cuando un grupo de delincuencia común lo secuestró exigiendo casi 200 millones de pesos para su liberación. Estuvo secuestrado durante casi 90 días en el corazón de las montañas aledañas a Fredonia. Una de sus últimas experiencias fue, pues, la de vivir bajo el temor de la muerte en el corazón de la montaña. De esta vivencia produciría luego Los pasos del condenado (1988) y Las memorias de Lázaro (1994). No deja de ser curiosa la coincidencia: luego de toda una vida y obra dedicada a la muerte y a la montaña, pasar tantas noches sintiéndose acechado por las dos. Moriría siete años después.

Un poco de contexto histórico

Es importante dar un poco de contexto al momento histórico que vivía Colombia, para entender algunas de las motivaciones interiores del artista. Colombia es un país que lleva mucho tiempo en guerras intestinas, y vive desde hace más de cuarenta años terribles flagelos culturales como el narcotráfico. Nuestro país, a través de su historia de violencias, guerrillas, grupos al margen de la ley y divisiones políticas, ha tenido más muertos que las víctimas del Holocausto.

Después de la guerra de los mil días en 1903, tomó el poder el partido conservador, representado, salvo por contadas excepciones, por líderes que han favorecido a las clases más pudientes y han dado un gran poder a la Iglesia.

La Constitución de 1886 centralizó el país y, aunque en 1990 grandes genios colaboraron en una nueva constitución basada en avances profundos de la libertad de los pueblos, hoy por hoy sufrimos de uno de los más altos niveles de inequidad y pobreza en el mundo, siendo esta visión centralista una de sus causas más importantes.

Esto alimentó dos grandes tendencias en el maestro Rodrigo Arenas: la integración de elementos de la Iglesia, como el Cristo modificado por la perspectiva helenística, la crítica a la Iglesia por su dogmatismo y la lucha por liberar al pueblo del «determinismo» de la escasez económica; también, el emular a los grandes héroes de las diversas patrias que ayudaron a los pueblos a no sentirse subyugados.

Formó parte de un grupo de seis intelectuales que hacían sus apariciones en la revista Greda. Políticos, empresarios y artistas querían continuar las andanzas de sus antecesores, los Panidas, inspirados por una de las mentes más influyentes que han brotado en nuestras tierras; entre ellos, Fernando Gonzales, “el filósofo y el brujo de otra parte” -como le decían- que buscaba hacer desde el arte y la literatura una rebelión contra la Iglesia y las concepciones del Estado, además de ofrecer alternativas de reflexión y humanidad en los periodos de guerra y entreguerras. Gracias a ellos se crea en 1910 la Escuela de Bellas Artes, donde se formaría
posteriormente el maestro Arenas.

Arenas, el erudito

Grandes estudios de filosofía, historia, mitología y psicología freudiana acompañaban la obra el artista, lector empedernido y enamorado eterno de los clásicos y el Renacimiento. Miles de nombres, textos, dioses, encuentros y desencuentros con la magia de antaño, encierran las piedras que con tanto esmero pulió el artista. Su cultura densa lo llevaba a los más altos niveles de la sociedad para construir las visiones de la cultura de su tiempo, pero también derramaba todo su humanismo en bares y fiestas en el centro de la ciudad.

Alonso Ríos Vanegas, como aprendiz suyo, narra su encuentro con el maestro Arenas, y nos deja entrever las dinámicas de su cotidianidad y su alma, sus búsquedas y profundas disertaciones cargadas de humanismo clásico((http://www.revistacronopio.com/?p=2525)):

«Los medios de comunicación de esa época hablaban profusamente de un hombre extraordinario que había construido la portentosa obra escultórica del Simón Bolívar Desnudo de Pereira, el Prometeo de la Universidad Nacional Autónoma de México, el Monumento a José María Córdoba de Rionegro y muchas obras extraordinarias en otros lugares de Colombia y del mundo. Pero mirando esas pequeñas manos rosadas y delicadas y ese cuerpo frágil y pequeño, daba la impresión de ser un hombre hecho para otras labores diferentes y no para ser el hacedor de imágenes gigantescas y escultóricas de dioses.

Difícilmente se le podía decir que no a un ser con esa mirada y esa fuerza interior. Poder que hacía que todo a su alrededor fuera posible bajo el saber cautivante de su pensamiento. Como un niño obediente –yo tenía en ese entonces escasos veinte años–, comencé mi labor persistentemente en el taller de escultura bajo la dirección de su contemplación alucinante. Desde ese momento comprendí que no eran necesarios, para ser un creador, los músculos ni el tamaño físico del cuerpo cuando en el individuo existe la fuerza portentosa de las ideas y de la imaginación.

Su voz era firme, clarinada, y quien lo escuchara sin mirarlo, se lo imaginaría un hombre de otra raza y cultura. Su conversación era amena, llena de detalles, de una acertada dicción, y muy constantemente dejaba entrever en sus historias un dejo de amargura e insatisfacción. Fueron muchas las veces que, en momentos de esparcimiento luego de trabajar todo el día, especialmente los sábados, nos invitaba a algún cafetín y allí, en medio del fragor del licor, empezaba a contarnos historias de los recorridos por Europa y México, deteniéndose muy especialmente en algunos personajes del período del Renacimiento y de la Grecia helénica, de la
cual él estaba enamorado. Cuando hablaba del gran Miguel Ángel, sus pequeños ojos se abrían desmesuradamente, enrojecía su rostro y el tono de su voz cambiaba de entonación, se ponía de pie, manoteaba y batía los brazos agitadamente como un molino de viento para describirnos la fuerza expresiva de su arte.

Era normal escucharle hablar de la mística de las obras clásicas, de la compleja vida de los artistas, de la conexión profunda entre los chamanes, sacerdotes y los artistas reales, que tenían que pasar periodos de silencio, de celibato, para encontrar las profundas verdades que subyacen en la materia primordial».

A la manera de cualquier filósofo moral en un momento de profunda necesidad de orden sociopolítico, se pueden rastrear en su obra dos grandes momentos del trasegar del héroe: la guerra, el choque externo e interno de fuerza para alcanzar la máxima expresión de la libertad.

En el náufrago del tiempo de Los pasos del condenado, uno de sus textos, hace una semblanza profundamente psicoanalítica desde la perspectiva freudiana del inigualable Da Vinci, recordando el propio estudio que el médico-psicólogo realizará sobre el renacentista. La sutileza en la descripción y su admiración hacen pensar que su apasionada búsqueda por el origen de la belleza y el arte eran su pan de cada día; sudan pasión sus palabras y dejan entrever una de sus más grandes preguntas sobre la racionalidad de sus obras y su finalidad simbólica (no terminada) y social (inspiradora y rebelde). En este texto, uno de los temas que más me sorprendió es un asomo de conocimiento esotérico sobre el tema del hermafrodita en el arte y en la concepción misma de la naturaleza, atribuyendo este elemento a un momento previo del hombre diferenciado:

«Todas las religiones tienden al hermafroditismo, a la indiferenciación sexual, hacia algo que supere y compendie esta dicotomía fatal. Quizás el hombre estaba todavía en el magma original y no se expresaba individualmente».((Los pasos del condenado. Rodrigo Arenas Betancourt. Colombia, 1988. Arango Editores.))

En Viaje al origen de la memoria, del mismo libro, cuenta sus asombrosos viajes por Europa, Egipto, Estados Unidos, Asia y México, tejiendo sus relatos con definiciones contundentes de la antigua Grecia, sus riquezas arquitectónicas, filosóficas y míticas, y deja entrever de nuevo su afición intelectual por la lectura –en este caso– de Sófocles, Platón, Plotino, Esquilo, Eurípides, Erich Fromm, Tolstoi y Hemingway, entre otros, y las descripciones que siempre pugnan por unir contrarios. Me pareció estar releyendo las poéticas descripciones de Carl Gustav Jung en su libro rojo cuando, llegando a lo más profundo de su desesperación, entra en una cueva y encuentra una piedra roja que le permite más adelante iluminar todo el sentido de su trabajo psíquico, pasajes profundamente herméticos: «Después de mis viajes descubrí la verdadera Grecia, la eterna; ahí, hundido como un topo, busqué la luz, busqué el sol y encendí el fuego, oí las voces de Esquilo, las voces tronantes de Prometeo. Escuché los cantos del poeta eleusino, que fue como guerrero a combatir en Maratón y que vio desde los navíos griegos la batalla de Salamina».

Su pensamiento a través de una de sus obras

Arenas tiene innumerables obras de yeso, ébano, bronces o cemento, entre otros. Su versatilidad le permitió erigir en un principio la talla de Cristo, incitado por algún familiar cercano, hasta grandes obras monumentales absurdamente bellas e impactantes. Todas ellas dejan entrever su carácter de unificador del cielo y la tierra, su profundo viaje interior, que enriqueció el alma de los antioqueños, devolviendo, quizás en un momento supremamente importante, la
noción profunda de humanismo clásico.

Así se refería el maestro a su obra: «En mi obra predominan dos elementos: imágenes que han estado pegadas a mí, y trato de esculpir la liberación de lo que está abajo, es decir, la ingravidez en la lucha con la materia. Mi expresión artística es muy autobiográfica. Toda mi vida ha sido un viaje, y estos viajes son de liberación, que manifiesto en el arte»((Crónicas de la errancia del amor y de la muerte, ensayo autobiográfico, 1976.))

Creo que en esta declaración se adivina la profundidad de este hombre, su vínculo con nuestra búsqueda profunda y filosófica, su travesía heroica y su fijación de imágenes que retratan sus más sublimes y sociopolíticas creencias. Nosotros también nos aferramos a las imágenes que nuestros maestros nos regalan, que abren el alma a grandes posibilidades de comprensión y cuyo simbolismo invita a nuestra personalidad a honrarlas en nuestra obra diaria.

La fuente de la vida: la tentación del hombre infinito

Esta majestuosa obra fue instalada en 1974 como un regalo de la compañía Suramericana de Seguros a la ciudad de Medellín. Tiene una forma helicoidal, en concreto y bronce, con 14 metros de diámetro y 14 de altura.

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La fuente queda en uno de los centros empresariales más importantes de Medellín, donde están instaladas algunas de las organizaciones más relevantes del Grupo Empresarial Antioqueño, que ha jalonado desde siempre la estabilidad económica de la región y el país.

Se trata de una obra monumental, como la mayoría de las que conozco hasta el momento del maestro Rodrigo Arenas. Esta, en especial, es una obra que pesa 975 toneladas y tiene una longitud total de 44 metros. Fue calculada por el doctor Jaime Muñoz Duque, quien ganó el Premio Nacional de Ingeniería en 1971.

La época en la que se concibió esta obra tenía dos grandes características para la ciudad (Medellín). Por un lado, existía un grupo de pensadores de la posguerra, muy afines a la visión de izquierdas, que cogía en ese momento mucha más fuerza en Latinoamérica, que se contraponía de manera enérgica a la marcada tendencia conservadora del momento, una triple unión entre el Estado, la Iglesia y los empresarios. Por el otro, un pueblo muy pujante y comerciante, con un gran defecto: vivía enamorado de su propio éxito y tenía una ambición de crecimiento acelerado que lo cegaba, estaba perdiendo sus valores y se convertía paulatinamente en un caldo de cultivo para la corrupción, que desembocaría en la terrible historia del narcotráfico.

El maestro Arenas se las arregló –como el más ingenioso de los renacentistas italianos– para poner en medio del más grande emporio económico del territorio colombiano, una estatua que recordaría a los de izquierda, a los de derecha, a la Iglesia y al Gobierno la verdadera esencia del hombre eterno, una acción hermética de principio a fin.

Además de lo anterior, seleccionamos esta obra porque refuerza la esencia hermética del corazón del personaje, es decir, su búsqueda permanente de comprensión de los misterios eternos de la naturaleza del hombre y de la tierra y su necesidad de transmitir este conocimiento a los suyos. Para esto se vale de la más poderosa herramienta del hermetismo, la creación de símbolos a través de sus obras, que recuerdan al hombre su verdadero sentido, en un sincretismo perfecto entre las creencias más profundas de sus lecturas orientales y presocráticas y las mitologías de los pueblos indígenas que se asentaron en Antioquia.
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Se puede ver, en primer lugar, que la monumental obra emerge del agua de manera espiralada, trayendo a la conciencia del pueblo antioqueño las eternas visiones cosmogónicas del surgimiento de la vida de las aguas primordiales y la evolución de esta a través de ciclos ascendentes.

Se observa además cómo de la muerte surge la vida, la unión de los contrarios, pues al inicio, una calavera anuncia la visión del descenso; pero no es una calavera normal, es una representación de las «Catrinas» o «Calavera de Guarnacea», imagen que se usa en México para denotar el ingreso al otro mundo. Así, la vida emerge de la muerte, de
las aguas primordiales; de la putrefacción, el nigredo de la alquimia, nace la posibilidad de la eternidad, del «opus magnun».

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La segunda parte representa a una mujer con un niño en brazos, ese niño que nace o viene de la muerte. Es también la representación simbólica del anima, de la madre y la maga, la guía, la única que puede engendrar la manifestación de lo sagrado de ese niño primordial, de lo que guarda siempre virgen, puro, la información de los orígenes; por eso este
niño es portador de un espíritu que lo corona, el espíritu del maíz, la fuerza de los ancestros que penetra otra mujer.

Esta mujer, este aspecto femenino, fecundado por el espíritu del maíz, porta en su cabeza una cabellera de fuego, lo ígneo, la mente pura. Porta ya la sabiduría ancestral y de este fuego surge el hombre, el hombre que es capaz de tocar las estrellas, la eternidad.

El hombre se catapulta en el fuego, construye su ascenso con base en lo que comparte de este aspecto ígneo del anima. La sensación de ingravidez que logra la estatua en esta parte hace que el observador se deleite con la libertad y la aspiración de eternidad. Es así como una mujer «embarazada» del espíritu de la tierra y sus dones, lleva a lo humano a buscar el cielo.

Engendra ella, el alma sabia, el espíritu del hombre libre, el hombre que puede tocar la estrellas, el que está robando del cielo su saber, el que se convirtió en un ser cósmico, alado, sabio.

Este es el trasegar del hombre filósofo, el que quiere tocar las estrellas, el que quiere hallar el método para liberarse y sabe que gran parte del secreto está en la unión de contrarios.

Conclusión

9El campesino, el artista, el viajero, el héroe, el guerrero de las libertades humanas, el erudito, el sabio-chamán, se conjugan en este versátil personaje que hoy me conmueve con su obra. Dejo en estas pocas líneas consignado su
esfuerzo apasionado y permanente por cerrar esa brecha eterna que solo sienten los que tienen herrumbre, plomo, materia negra para convertir en hermosa obra su alma. Su opus maestra estuvo en su interior, su obra póstuma estuvo en sentir la ingravidez de las ideas de Platón y Da Vinci como suya, pero también estuvo en la desesperación del pueblo por comprender, en el dolor, en el hambre, pues esta combinación le da su toque único, y fue lo que le permitió dejar
huella en la mente latinoamericana.

Parir una obra, como solía llamarlo, llevaba tiempo, pero el llamamiento metódico, irracional y comprometedor por la posesión de ese fuego seguramente le quemaba las entrañas pero le traía el símbolo unificador. Así aparecía en él el portador de la luz, la piedra filosofal que convertía toda su fuerza en escultura.